La determinación genética del comportamiento humano

Publicado en Genética Forense

La determinación genética del comportamiento humano

Una revisión crítica desde la filosofía y la genética de la conducta

1. Introducción

Desde que los abstractos «factores hereditarios» de Mendel fueron conocidos y descritos a nivel bioquímico como nucleótidos o combinaciones de los mismos formando genes, la genética ha sido el cajón de sastre donde situar cómodamente el origen y control de múltiples características, simples o complejas, de la naturaleza humana. El avance prodigioso de la biología molecular y los últimos desarrollos en técnicas de análisis y modificación del material genético han proporcionado infinidad de ejemplos sobre la importancia que tiene el genotipo individual para explicar la constitución biológica de un ser vivo, sus posibilidades o deficiencias metabólicas, motoras y cognitivas, así como gran parte de sus reacciones o comportamientos habituales.

Pero los avances en genética han ido siempre acompañados por cierto ruido de fondo. Desde el siglo pasado han sido propuestas muchas «tecnologías sociales» de corte eugenésico, racista y antisocial, en coherencia con los «datos» aportados por la ciencia de lo hereditario en cada etapa de su desarrollo. La reciente aparición en Estados Unidos de The Bell curve, un libro escrito por Charles Murray, ideólogo conservador que trabaja en The American Enterprise Institute, y Richard J. Herrnstein, profesor de psicología en Harvard hasta su muerte en septiembre de 1994, nos remonta de nuevo a una polémica que baja de tono pero nunca cesa. Los autores vuelven a sugerir presuntos nexos entre raza y coeficiente de inteligencia, en términos muy parecidos a los de Jensen en 1969. Afirmaciones como las que siguen han provocado una airada y calculada reacción en periódicos y revistas de gran tirada:

La hostilidad de la élite blanca hacia los negros no es infrecuente y un factor clave en ello "es la creciente sospecha de que hay diferencias raciales básicas que explican las lagunas sociales y económicas que separan a blancos y a negros, y especialmente desequilibrios genéticos en inteligencia" (...) Puesto que la mezcla racial es mínima en Estados Unidos, la diferencia de 15 puntos en CI entre blancos y negros constituye un desequilibrio que se perpetuaría genéticamente. Esto explicaría quién tiene éxito en la América de los 90 y quién no, quién sale adelante y quién queda atrapado en el círculo vicioso de la pobreza y la miseria. "El éxito y el fracaso en la economía norteamericana, y todo lo que ello implica, son cada vez más un asunto de herencia genética" (...) El Gobierno pierde tiempo y dinero con los programas de ayuda, teniendo en cuenta que la naturaleza, es decir, los genes, tiene mucho más que ver con el éxito que la educación. Más todavía: esos programas son la raíz del mal, porque mantienen la dependencia y contribuyen a la propagación de los bajos coeficientes intelectuales (1).

Desde 1920 hasta hoy, coincidiendo casi siempre con períodos de crisis económica y social, se han venido sucediendo cíclicamente planteamientos similares. Ante la escasez de recursos, las situaciones de marginación, pobreza y desempleo generalizadas en grandes sectores de la población tienden a ser vistas por los responsables de política social como irreversibles y como signo evidente del fracaso de las medidas educativas y asistenciales tomadas anteriormente. Tales circunstancias constituyen el terreno abonado para una amplia aceptación de opiniones que sitúen en lo biológico, en lo genético o en la raza las causas de la marginación, el desempleo, la pobreza, los altos niveles de fracaso escolar, la delincuencia y el bajo coeficiente intelectual medio. La genética, en concreto, ha sido la disciplina preferida para dar el barniz seudocientífico a planteamientos ideológicos, insolidarios y antisociales difícilmente digeribles en crudo. Algunos descubrimientos importantes en este terreno han servido de pretexto para amplificar el eco que dichos planteamientos, siempre presentes, no tienen en períodos de normalidad.

En la línea de filosofía crítica de la ciencia que Gould, Lewontin y Medawar iniciaron en filosofía de la biología (Gould 1983; Lewontin 1982; Medawar 1982), considero que la mejor crítica filosófica contra el determinismo genético y su uso ideológico hunde sus raíces en las aportaciones de la biología molecular y la genética de la conducta. Desde esta perspectiva revisaré los presupuestos ideológicos y seudocientíficos que subyacen a la teoría hereditarista de la inteligencia y al determinismo genético, cuyas tesis comparten las propuestas de tecnología social, como la de Murray-Herrnstein. Mi planteamiento de partida es el siguiente: La genética ni explica ni puede explicar las diferencias entre grupos sociales en cuanto a capacidades intelectuales, éxito económico o estatus social alcanzado. Este recurso explicativo a la genética coincide con el tirón inercial de las modas científicas para servir de pretexto a claros intereses ideológicos y antisociales, cuyos presupuestos son contrarios a las aportaciones de la literatura experimental en biología molecular y genética de la conducta.

2. La genética de la conducta: origen y desarrollo

La genética de la conducta, en sentido amplio, ha sido campo de interés para muchos investigadores desde finales del siglo XIX, cuando Francis Galton comenzó a plantearse leyendo las teorías de Darwin, primo suyo, sobre la evolución si la herencia afecta a la conducta humana. Él sugirió algunos de los métodos más utilizados después en genética de la conducta humana (estudios sobre familias, estudios de gemelos y diseños de adopción) y llevó a cabo los primeros estudios sistemáticos con familias que mostraron cómo ciertos rasgos de comportamiento «se transmiten en familias» (Galton 1875 y 1874).

En sentido estricto, la genética de la conducta inició sus primeros pasos a raíz de algunos artículos aparecidos en los años 60, basados en estudios de gemelos y de adopción, cuyos autores llamaron la atención sobre la importancia que los factores genéticos podían tener en relación con el coeficiente de inteligencia (CI) (L. Ehrlenmeyer-Kimling y L. F. Jarvik 1963, por ej.) y algunas psicopatologías como la esquizofrenia (Heston 1966). Pero la genética de la conducta comenzó a ser centro de atención de las ciencias sociales y del comportamiento a raíz de la polémica furibunda suscitada en 1969 por un extenso y elaborado artículo de Arthur Jensen, donde sugería que las diferencias en el CI medio entre negros y blancos podían ser debidas, en parte, a diferencias genéticas (Jensen 1969). La tormenta de reacciones, acusaciones y descalificaciones que provocó amenazó la propia continuidad de la genética de la conducta como disciplina. Años después, las diferencias raciales dejaron de ser objeto preferente de estudio y la investigación aportó nueva información sobre la influencia de los factores genéticos en las diferencias individuales en cuanto a personalidad, capacidades cognitivas y psicopatología.

Durante los 80, se produjo un giro total: la antipatía hacia la genética de la conducta humana se transformó en aceptación. Una encuesta de 1987 entre unos mil científicos y educadores indicaba que la mayoría había aceptado un papel significativo de la herencia en los niveles de CI, una de las áreas tradicionalmente más controvertidas. El cambio se debió en parte a una convergencia amplia de resultados que indicaban una influencia evidente de lo hereditario en la conducta humana (Plomin 1990: 3)(2).

Desde finales de los 80 hasta hoy, el caudal de información genética aumenta exponencialmente, gracias al trabajo coordinado de miles de científicos en iniciativas como el Proyecto Genoma Humano y otros muchos proyectos en biomedicina. Se está avanzando significativamente en el conocimiento de las bases moleculares de muchas enfermedades sida, cáncer, diabetes... y alteraciones metabólicas, pero no tanto en el conocimiento de los factores genéticos que explican las diferencias individuales de personalidad, capacidades cognitivas y psicopatologías. Los genetistas de la conducta reconocen que así están las cosas, seguramente por el papel tan importante que los factores no genéticos educativos, familiares, ambientales tienen en este dominio. R. Plomin, uno de sus representantes más destacados, insiste además en que «la genética de la conducta proporciona la mejor evidencia disponible sobre la importancia del ambiente a la hora de explicar las diferencias individuales».

Al mismo tiempo, han recibido un fuerte impulso los estudios orientados a evaluar el impacto social de las nuevas biotecnologías, con el fin de evitar los usos discriminatorios, racistas y antisociales que de las teorías genéticas/hereditarias hicieron las políticas eugenistas en el pasado.

3. En genética de la conducta interesan las diferencias entre individuos, no entre grupos

La genética de la conducta es el estudio de los factores genéticos y ambientales que originan las diferencias entre individuos. La herencia se refiere a la transmisión de estas diferencias de padres a hijos. Pero la genética de la conducta tiene muy poco que decir sobre las causas de las diferencias entre grupos y carece prácticamente de recursos para explicar, por ej., por qué las niñas tienden normalmente a realizar mejor las pruebas verbales que los niños o las causas de la diferencia de altura media entre hombres y mujeres. Hay tres razones para esto: 1) Las diferencias entre individuos son sustanciales, mucho mayores que las observables entre grupos. Además, de poco ayuda conocer el nivel medio de capacidad verbal del grupo para averiguar el rendimiento en las pruebas verbales de un individuo concreto; 2) Las diferencias entre individuos interesan más porque a menudo los problemas relevantes para una sociedad implican diferencias individuales (por qué unos chicos tienen problemas de aprendizaje que los demás no tienen, por ej.); 3) Las causas de las diferencias individuales no están relacionadas necesariamente con las causas de las diferencias medias entre grupos. Algunas diferencias entre individuos pueden tener una clara influencia genética, mientras otras serían inexplicables sin atribuir un papel importante a la educación y a las condiciones ambientales (Plomin: 4-6).

Por consiguiente, atribuir a causas genéticas las diferencias en capacidades cognitivas entre grupos supone proyectar sobre la genética de la conducta un enfoque, el grupal, totalmente contrario a sus intereses y metodología, centrados fundamentalmente en el individuo.

4. La falsa oposición entre herencia y ambiente, entre genes y libertad humana

El sentido común induce a pensar que ciertas cualidades como la estatura, una constitución atlética, el talento musical, la inteligencia, etc. son en gran parte hereditarias. Pero lo cierto es que, a mediados de los 90, esos rasgos no han sido todavía suficientemente estudiados como para encontrar una respuesta convincente a su carácter hereditario (Plomin: 8-9). Lo que sí sabemos es que ciertas intervenciones educativas, ambientales y sociales son importantes y eficaces para fomentar el desarrollo de estas cualidades, siempre que existan unas aptitudes iniciales mínimas. Ante la dificultad de observar los caracteres responsables de la transmisión de los rasgos hereditarios, el conductismo negó cualquier papel a lo hereditario en la explicación de las diferencias de comportamiento. Centraba su atención en los estímulos ambientales que modifican la conducta, más fácilmente observable. El programa conductista pretendía explicar la conducta de hombres y animales como efecto del entrenamiento estímulo, respuesta, refuerzo y algunos condicionamientos básicos que se inician prácticamente con el nacimiento; de ellos hacen depender la configuración de características individuales como el talento, el temperamento, la constitución mental y otras (Watson 1925; Skinner 1963).

Las explicaciones ambientalistas resultan intuitivamente razonables porque damos por supuesto que el ambiente puede ser modificado, mientras consideramos inalterable el genotipo individual y todo lo hereditario. Sin embargo, creer que nada puede ser hecho para alterar los efectos genéticos denota un gran desconocimiento de cómo funcionan los genes. Los efectos genéticos no restan libertad individual (excepto en el caso de enfermedades genéticas que provocan graves trastornos metabólicos, motores o psíquicos); no determinan la conducta. Las influencias genéticas son precisamente eso: influencias, tendencias, propensiones (Plomin, ibíd.). La oposición entre influencia genética y libertad es engañosa, porque nada ni nadie es libre al margen de su constitución biológica (material) y la libertad del ser humano, desde una perspectiva individual, se manifiesta siempre dentro del rango de comportamientos que sus características físicas (genéticas, metabólicas, motoras, sensitivas) y mentales (capacidades cognitivas, lingüísticas, memoria, etc.) le permiten.

Por otro lado, el sustrato genético individual no tiene demasiadas competencias para interferir con las creencias, conocimientos y valores que orientan la conducta libre de un individuo. Eibesfeldt precisa el concepto de «innato» (sinónimo hasta no hace mucho de lo no aprendido) definiéndolo positivamente como disposiciones de comportamiento y capacidades de percepción adaptadas filogenéticamente. Lo innato no son los modos de comportamiento, sino las estructuras orgánicas que les sirven de base (células nerviosas conectadas a los órganos de los sentidos y a los órganos efectores), desarrolladas durante la embriogénesis con arreglo a las indicaciones químicas de autodiferenciación celular/orgánica suministradas por el ADN. Estas estructuras proporcionan las primeras «conexiones estructurales de acción» o conexiones funcionales básicas, consistentes en unidades elementales de acción: coordinaciones motoras en tierra y agua, reflejo de succión en mamíferos, reflejo de prensión, ciertas reacciones de huida o relajación ante estímulos acústicos, térmicos o visuales; también la asociación de ciertas formas y siluetas con sensaciones de temor, disposiciones para el aprendizaje, patrones de reconocimiento visual, y un largo etcétera. Estas unidades funcionales básicas hacen posible, por diferenciación progresiva, la aparición de acciones, comportamientos y procesos cognitivos de creciente complejidad (Eibl-Eibesfeldt 1993: 33-105)(3).

Muchos creen que la oposición entre herencia y ambiente es un requisito necesario para que los hereditaristas puedan demostrar la importancia de los factores hereditarios y los ambientalistas la importancia del ambiente. Pero lo cierto es que nada podría ser modificado ambientalmente en un individuo nacido «en blanco», sin las conexiones funcionales básicas sugeridas por Eibesfeldt. Una condición necesaria para que las intervenciones ambientales surtan efecto es que los factores hereditarios hayan «hecho bien su trabajo». Y otra condición imprescindible para que las disposiciones hereditarias se manifiesten es que el ambiente contribuya a su desarrollo y diferenciación. Por esta razón, la etología y la genética de la conducta proporcionan elementos no para negar la libertad humana, sino para mostrar el sustrato que la hace posible. En palabras de Eibl-Eibesfeldt:

El hombre experimenta subjetivamente la posibilidad de decidirse a hacer unas cosas y omitir otras, es decir, tiene libertad de elegir entre distintas alternativas. Se propone metas, prevé en su imaginación distintas posibilidades de acción y sopesa y elige las estrategias que le parecen adecuadas según las circunstancias. Esta consideración presupone un distanciamiento, incluso cuando la meta deseada es la satisfacción de un impulso. El hombre es capaz de aplazar la consecución de una meta instintiva e interrumpir los nexos de su esfera de instintos, creando así un campo libre de tensiones que le permite reflexionar y actuar racionalmente. Los animales muestran esta capacidad de forma limitada. (...) En los juegos de los mamíferos advertimos un paso considerable hacia la autonomía de la acción, en la medida en que en ellos se manifiesta por primera vez la capacidad de desacoplar activamente impulsos y acciones (1993: 106-107).

Por consiguiente, libertad significa no ausencia de causa, sino autonomía. El desarrollo de la corteza cerebral (corticalización) y la diferenciación de tareas entre los dos hemisferios (lateralización) parecen haber jugado un papel importante en la humanización de la vida impulsiva, haciendo posible el control de la conciencia sobre tendencias desencadenantes instintivas. Estos y otros factores, mediados por el lenguaje y la cultura, han hecho del hombre un ser cultural por naturaleza (A. Gehlen), cuyo decurso de acción encuentra más límites en las normas y restricciones culturales que en su propia biología. La genética de la conducta ha intentado precisar el influjo de lo hereditario en el comportamiento, más allá de este nivel instintivo elemental.

5. Importancia de los factores genéticos en las diferencias entre individuos

Los investigadores en genética de la conducta entienden que los factores hereditarios intervienen, y bastante, en muchas conductas complejas, incluyendo capacidades cognitivas, personalidad y psicopatologías, por ej.:

Coeficiente de inteligencia: Ha sido, con diferencia, el rasgo más estudiado en genética de la conducta. Por inteligencia se entiende aquí aquello que miden las pruebas (cuestión aparte es si la inteligencia puede ser medida por las pruebas [Gould 1981; Lewontin 1987]). El conjunto de los datos obtenidos con diferentes métodos (estudios de adopción, con gemelos idénticos, etc.) apuntan hacia una heredabilidad del CI en torno al 0,50. Esto significa que las diferencias genéticas entre los individuos darían cuenta aproximadamente de la mitad de las diferencias en la capacidad de los individuos para realizar las pruebas (Plomin: 68-75). El ambiente y los errores de cálculo aportarían la mitad restante.

Creatividad: Definida normalmente como «habilidad para pensar divergentemente, en lugar de adoptar las soluciones clásicas o habituales a un problema», su heredabilidad se estima en torno al 25% como mucho. Pero parece que en este caso la influencia del entorno compartido es mucho más decisiva que los factores genéticos (Canter 1973).

Dificultades para la lectura: Al menos un 25% de los niños tienen dificultades para aprender a leer. En algunos existen causas específicas como retraso mental, daño cerebral, problemas sensoriales y carencias culturales o educativas. Pero otros muchos niños sin estos problemas encuentran también dificultades para leer, y algunos estudios sobre familias han puesto de manifiesto que otros parientes tenían esta discapacidad. Se han propuesto estimas del 30% para la influencia de lo hereditario en este rasgo (4).

Retraso mental: Hace referencia a una capacidad intelectual por debajo de lo normal, concretamente a coeficientes de inteligencia inferiores a 70. Es grave si el CI no llega a 50, y leve o familiar si está entre 50-70. Entre sus causas se incluyen factores genéticos poco frecuentes anomalías cromosómicas como la trisomía del 21 y desórdenes monogénicos como la fenilcetonuria u otros que originan procesos degenerativos así como factores ambientales (complicaciones al nacer, enfermedades en la infancia y deficiencias en nutrición). Los hermanos de individuos con retraso mental leve manifiestan, estadísticamente, cierto retraso mental; pero los hermanos de individuos con retraso mental grave suelen dar un CI normal. Esto indica que las causas del retraso mental ligero o leve no son congénitas.

Personalidad: Diferencias entre individuos en cuanto a emocionalidad, niveles de actividad, sociabilidad y otros muchos rasgos han sido también objeto de estudio. Las conclusiones más importantes de un amplio estudio indican que casi todas las destrezas cognitivas muestran una influencia genética apreciable y que la influencia del entorno, después de la infancia, es ante todo de la variedad no compartida (las experiencias de los individuos en la interacción con el ambiente no coinciden). Los estudios sugieren una heredabilidad del 40% para la emocionalidad y del 25% para los niveles de actividad y la sociabilidad (Loehlin y Nichols 1976).

Extroversión y neurosis: Son considerados dos rasgos importantísimos de la personalidad. La extroversión incluye dimensiones como la sociabilidad, impulsividad y animosidad. La neurosis incluye melancolía cambios bruscos de humor, ansiedad e irritabilidad. Es una dimensión amplia de la estabilidad e inestabilidad personal, no exactamente de tendencias neuróticas. Estudios sobre unos 25.000 pares de gemelos les atribuyen una heredabilidad media de 0,50 (Henderson 1982)(5).

Otros rasgos de la personalidad: En menor medida (1 ó 2 estudios por rasgo) se dispone de datos sobre la heredabilidad de la rebeldía, la empatía, la desconfianza, la anomía y la búsqueda de sensaciones (sic). Todos muestran alguna influencia genética y a menudo indicios de varianza genética no aditiva. Se han establecido también correlaciones sobre la heredabilidad de rasgos aún más sorprendentes: sentido del bienestar (0,48); capacidad de liderazgo o de acaparar la atención social (0,56); capacidad de trabajo (0,36); intimidad/retraimiento social (0,29); conductas neuróticas como reacción al estrés (0,61); alienación (0,48); conducta agresiva (0,46); prudencia, entendida como actitud de precaución ante los riesgos (0,49); tradicionalismo, entendido como aceptación de las reglas y respeto a la autoridad (0,53); imaginación (0,61). En conjunto, darían una heredabilidad media de 0,49 (Tellegen y otros 1988).

Psicopatologías: La esquizofrenia ha sido una de las más estudiadas. Se han propuesto correlaciones para la propensión a la esquizofrenia alrededor del 0,85 para gemelos idénticos, 0,50 para gemelos fraternos y del 0,40 para parientes de primer grado. Según esto, la heredabilidad de la propensión a la esquizofrenia sería alta, quizás mayor del 70% (Plomin 100-103). De momento, no ha sido confirmada la existencia de un marcador genético relacionado con la esquizofrenia en el cromosoma 5. Para la depresión se ha sugerido una heredabilidad parecida.

En resumen, para los investigadores en genética de la conducta parece incuestionable la influencia extensa de los factores genéticos en múltiples facetas de la conducta humana, desde el CI hasta las psicopatologías. En opinión de Plomin, «la influencia genética es tan ubicua y generalizada que es preciso un cambio de énfasis: preguntar no por lo que es hereditario, sino por lo que no lo es» (pág. 112). Pero el mismo autor considera estos datos la mejor evidencia disponible de la importancia que tienen los factores ambientales en el comportamiento. En este sentido, la genética de la conducta habría hecho importantes aportaciones a nuestra comprensión de lo que recibimos del exterior, no sólo de la naturaleza. No obstante, queda una cuestión pendiente: la genética molecular, a pesar de sus avances espectaculares, no ha confirmado estos resultados. Y las razones tienen mucho que ver con la metodología utilizada para su obtención.

6. Problemas relacionados con la definición y medición de estos rasgos

1º. Definición de los rasgos: Intuitivamente, surgen ciertas sospechas ante la facilidad con que los investigadores en genética de la conducta parecen cuantificar «rasgos» tan complejos como la inteligencia, la imaginación, la depresión, la rebeldía y el conservadurismo, por ejemplo. Estas facetas y manifestaciones de la personalidad pueden servir como etiquetas útiles en la vida cotidiana para «clasificar» provisionalmente a los individuos, pero de ahí a su aceptación como «rasgos» específicos de la personalidad susceptibles de estudio y cuantificación en orden a calcular su heredabilidad, media un gran paso. Esto requeriría un estudio de las pruebas aplicadas para evaluar estas capacidades y diferenciar su presencia en cada individuo. En cualquier caso, la conducta inteligente, estrategias imaginativas/creativas, tradicionalismo, rebeldía, etc. están seguramente mucho más relacionados con el entrenamiento (educación, formación, estímulos ambientales) y las creencias de un individuo que con sus factores genéticos o hereditarios.

2º. Revisión a la baja: Resulta significativo que prácticamente todos los datos (correlaciones, varianza, porcentajes, etc.) sobre la heredabilidad de ciertos rasgos suministrados por los estudios en genética de la conducta han sido revisados a la baja por estudios posteriores y modelos más refinados. Incluso así, los errores en estos cálculos pueden llegar hasta el 20%. López Cerezo y Luján sugieren que los estudios basados en la hipótesis de una alta heredabilidad para cierto rasgo presentaban correlaciones más altas que los estudios sobre el mismo rasgo cuya hipótesis de trabajo otorgaba la misma importancia a los factores ambientales (López Cerezo y Luján López 1989: 191-228).

3º. En relación con el CI, las estimaciones sobre su heredabilidad en gemelos idénticos van desde 0,30 hasta 0,70. Se desconocen todavía las causas de algunas diferencias en los cálculos, y es en este campo donde mejor se aprecia cómo los estudios antiguos (1965-1980) arrojan unas estimas considerablemente más altas que las ofrecidas por los más recientes. Plomin reconoce que son necesarios todavía muchos refinamientos para conseguir cálculos más precisos de la heredabilidad, que incluyan, por ejemplo, la varianza genética no aditiva, el emparejamiento por afinidades de los padres y la interacción genotipo-ambiente (Plomin: 71).

4º. Obtención de datos observacionales: La gran mayoría de estudios sobre personalidad en genética de la conducta extraen sus datos de las respuestas individuales a ciertos cuestionarios (autoinforme). En numerosos estudios sobre gemelos han sido los padres quienes han realizado la clasificación de la personalidad de sus hijos. Los datos obtenidos con este procedimiento refuerzan las interpretaciones que otorgan una gran importancia a los factores genéticos (Buss y Plomin 1984). Sin embargo, son escasísimos (por su elevado coste) los estudios que aportan datos sobre conductas observadas directamente por los investigadores o mediante cámara de vídeo. Los pocos disponibles indican una influencia genética nula en rasgos como la agresividad y comportamiento social en presencia de la madre, y muy escasa no generalizada en los demás rasgos de la personalidad (Goldsmith y Campos 1986; Wilson y Matheny 1986). Los estudios observacionales, por tanto, muestran la complejidad de la conducta en cuanto objeto de estudio y otorgan un mayor protagonismo a las influencias ambientales en la determinación de la personalidad.

7. ¿Qué relación existe entre genes y conducta humana?

Las aportaciones de la genética de la conducta no deberían ser identificadas con los resultados de la genética molecular. Cuando se desconocen los procesos básicos mediante los cuales los genes ejercen su influencia sobre la conducta, se tiende espontáneamente a creer que los genes influyen directamente en nuestro comportamiento, es decir, «codifican conductas». Pero la cosa es algo más compleja. Podríamos diferenciar dos presentaciones del problema: una más simple, de la cual circulan infinidad de versiones «simplistas», y otra más compleja, menos habitual y no siempre tenida en cuenta por quienes hacen una presentación «pedagógica» de la relación entre genes y conducta.

A. Versión simple: Los genes son fragmentos de ADN de longitud variable, formados por sucesiones de cuatro nucleótidos moléculas de carbono-nitrógeno en forma de anillo (adenina, timina, guanina, citosina: ATGC). La molécula de ADN adopta la forma de una cadena doble en espiral, con sus bases emparejadas siempre del mismo modo: A-T, G-C. A lo largo de toda la molécula existen múltiples plegamientos, y todo el material genético unos 3.000 millones de pares de bases en humanos se encuentra en el interior del núcleo celular, agrupado en cromosomas. Llamamos genes a los fragmentos «activos» de todo ese material, con alguna función concreta. Pero la mayor parte del material genético no desempeña función aparente alguna.

Los genes intervienen directamente en la producción de proteínas, cadenas de entre 50 y 2.000 aminoácidos, codificados éstos por combinaciones de tres bases nucleotídicas (codones o tripletes). Las proteínas son imprescindibles para la formación de la estructura celular o del tejido conectivo entre células y músculos, la producción de neurotransmisores, péptidos, hormonas, etc. Algunas proteínas especializadas (enzimas) determinan las reacciones químicas que tendrán lugar en una célula particular (una sola célula puede contener más de 2.000 proteínas diferentes). Los dedicados a la producción de enzimas del metabolismo y proteínas estructurales se denominan genes «estructurales»; los dedicados a controlar la expresión de otros genes son genes «reguladores». En los organismos superiores vertebrados la mayor parte del material genético es ADN no codificante (6). Si la función principal del ADN es codificar y regular la producción de proteínas, podríamos pensar que las diferencias en el ADN de los individuos (las diferentes sucesiones de nucleótidos) se traducen en diferencias proteínicas («de constitución», actividad hormonal, número de neurotransmisores, etc.), algunas de las cuales podrían contribuir a diferencias de comportamiento entre los individuos. Pero el ADN tiene más funciones.

La segunda función del ADN es igualmente importante para la genética de la conducta. El ADN debe copiarse a sí mismo (mediante la intervención de ciertos enzimas) con total fidelidad, incluyendo su reproducción en los gametos (óvulos y espermatozoides), de manera que pueda realizarse la transmisión hereditaria de su información. Algunos cálculos sugieren que la fidelidad y exactitud en la replicación del ADN es tal que apenas registra un error por cada 1.000 millones de bases (108-109). A estos errores se les llama mutaciones y son la causa última de la variación genética entre individuos de una misma especie.

Mendel, hacia mediados del XIX, descubrió que se transmiten dos elementos hereditarios, procedentes uno del padre y otro de la madre. A estos factores hereditarios los llamamos hoy alelos, y podemos describirlos como las dos formas alternativas que tiene un gen en cada cromosoma que integra el par cromosómico (el ser humano tiene sus 46 cromosomas agrupados en 23 pares, puesto que heredamos 23 del padre y otros 23 de la madre). Se denomina locus al lugar donde están situados los alelos dentro del cromosoma (7). Mendel llegó también a la conclusión de que los alelos no se mezclan durante la herencia, como era opinión común. Por el contrario, Mendel mostró que, en lugar de mezclarse, los alelos tienen efectos discretos que pueden aparecer en generaciones posteriores. Señaló el carácter dominante de algunos alelos y el recesivo de otros. Un alelo recesivo sólo manifiesta sus efectos cuando el individuo lo tiene en el mismo locus de los dos cromosomas. El individuo portador de un alelo recesivo asociado a una enfermedad no manifestará síntomas de la misma, pero puede transmitir ese alelo a su descendencia y manifestar ésta la enfermedad si del otro progenitor recibe el mismo alelo asociado a la enfermedad. Los portadores de alelos recesivos asociados a enfermedades son individuos sanos porque los efectos del alelo defectuoso son compensados normalmente por el alelo «sano», que produce la proteína o enzima necesaria en cantidades suficientes.

Pero el funcionamiento e interacción de los alelos es normalmente mucho más complicado. Hay genes que operan sistemáticamente de manera «aditiva», es decir: los alelos en muchos loci deben sumar sus efectos para que el efecto del gen sobre el individuo o su conducta sea apreciable. Rasgos de un ser humano como la altura, el talento musical, la percepción espacial o la inteligencia no responden, en absoluto, a la acción de un gen singular o de unos pocos, operando según el esquema «dominante-recesivo». Por el contrario, todas las evidencias apuntan a la existencia de cientos de genes cuyos efectos superpuestos y coordinados contribuyen al desarrollo orgánico, metabólico, neuronal y sensitivo imprescindible para la manifestación de esas cualidades (Plomin: 11-19). Gracias a Mendel, se hizo clara la distinción entre genotipo (referido a los alelos/constitución genética) y fenotipo (características observables, resultado de la expresión de un/os gen/es o de la interacción entre estos y factores ambientales). Desde entonces, el punto central de la genética de la conducta ha sido establecer la correspondencia entre diferencias en el genotipo y diferencias en la conducta. No obstante, la tarea resulta bastante compleja porque muchas diferencias fenotípicas entre individuos no tienen nada que ver con sus diferencias genotípicas; son el producto final de la interacción variable entre genotipo y ambiente. Con el paso del tiempo, se abandonó el esquema lineal para expresar la relación genotipo-fenotipo (1 gen 1 proteína, 1:1) y se introdujeron los términos poligenia (varios genes 1 rasgo fenotípico) y pleiotropía (1 gen varios rasgos fenotípicos)(8). Los conocimientos en genética de la conducta, de momento, permiten mostrar la relación existente entre ciertas alteraciones genéticas y algunas enfermedades hereditarias; pero sólo existen informaciones parciales, dispersas y en muchos casos necesitadas de ulterior contrastación, sobre la relación entre genes y conducta compleja en el ser humano (9).

B. Versión compleja: Asume los enunciados y conclusiones de la versión simple, pero tiene en cuenta, además, numerosos problemas (de los que sólo enumeramos algunos) sugeridos por la literatura experimental, con peso específico a la hora de extraer conclusiones sobre la relación entre genes y conducta y en la representación mental que de estos procesos acostumbramos a tener:

1º. Desde que W. Johannsen denominó genes a los elemente mendelianos, viene siendo continuo objeto de discusión cuál es el referente del concepto de gen. En la concepción clásica, los genes eran comparados con las cuentas de un collar. Pero a partir de 1900, conocidos los fenómenos de poligenia y pleiotropía, se pasó a una concepción de los genes como conjunto cooperativo, aunque seguían entendiéndose como unidades discretas y colineales. Con el descubrimiento de la estructura de la molécula de ADN por Watson y Crick en 1953, pudieron indagarse las bases físicas de las capacidades de autorreplicación, mutación y expresión atribuidas a los genes. En 1962, Seymour Benzer reveló que el gen no es una unidad indivisible (las unidades de mutación, recombinación y expresión no son las mismas). De este modo Benzer dio al traste con el concepto de gen como unidad atómica de la herencia (Benzer 1980). Dawkins escogió la capacidad de replicarse como elemento característico del gen y popularizó la idea de los genes como «transmisores de información», ilustrando su funcionamiento con analogías extraídas de la teoría computacional: algoritmo, programa de computador, lenguaje de programación, etc. (Dawkins 1976). Pero fue duramente criticado por biólogos como G. Stent y otros, aduciendo que las unidades de información y las de replicación no coinciden. La investigación reciente ha complicado las cosas hasta tal punto que para muchos autores el concepto de gen no tiene una referencia clara e indiscutible, y se cuestiona la estabilidad referencial del concepto de gen, desde la genética pre-molecular hasta la actual (Vicedo: 42-45)(10).

2º. No obstante, resulta obvio que si en múltiples experimentos se manipulan, alteran, activan e inhiben genes, es porque el concepto tiene un referente definido al menos «operativamente». Pero su definición resulta mucho más compleja de lo que en principio podía esperarse. Jacques Monod y François Jacob propusieron en 1961 el «modelo del operón», según el cual el producto codificado por los genes reguladores actúa sobre los genes estructurales a nivel de una secuencia corta de ADN en ellos que llamamos operador. Aunque el modelo del operón propuesto por Monod y Jacob no es generalizable, la idea de que los procesos de activación y represión de genes mediante la interacción de éstos con proteínas u otras moléculas reguladoras mantiene su vigencia. Estas aportaciones sugieren la existencia de un sofisticado programa destinado a coordinar los procesos celulares y su interacción con el ambiente (Jacob y Monod 1961).

3º. En 1977, Philip Sharp y Richard Roberts demostraron inequívocamente la existencia en los genes de organismos eucariotas de largos fragmentos no codificantes intercalados en medio de otros codificantes. El gen se transcribe en un ARN primario inmaduro; antes de abandonar el núcleo es procesado de modo que se eliminan los fragmentos no codificantes intrones y se empalman ordenadamente los fragmentos codificantes exones, para generar el ARN mensajero maduro (proceso de splicing) (Sharp 1983)(11).

4º. El asunto se complica aún más si tenemos en cuenta que los intrones de un gen pueden ser, en ciertos casos, exones de otro gen, o al revés. Es decir: hay genes que se solapan, y esto dificulta enormemente la división del ADN en fragmentos con una función determinada (Vicedo 1993: 50). Lewin propuso en 1985 un rastreo inverso, desde la proteína o péptido hasta el ADN que los codifica, en lugar de comenzar por el ADN hasta hallar la proteína codificada. Así, podemos considerar un gen a la secuencia responsable de la producción de un polipéptido, aunque parte de esa secuencia esté implicada también en la construcción de otra proteína diferente (esto haría más razonable la idea de «genes solapantes» o «genes alternativos») (Lewin 1985: 84). La propuesta de Lewin sugiere que el enfoque adecuado sería partir de los efectos para llegar a las causas, ir de las funciones a las estructuras subyacentes. Pero evidencia, además, que los genes no se correlacionan directamente con el fenotipo, sino con un nivel inferior, el de las cadenas polipeptídicas, puesto que a partir de ellas podemos establecer la existencia de los genes correspondientes (Vicedo 1993: 51).

5º. En los organismos superiores, el ADN «génico» es una mínima parte del ADN total. Se calcula que más del 90% es ADN no génico. Una gran parte del mismo consiste en secuencias repetidas cientos de miles de veces. Su función sigue siendo, todavía, objeto de debate (12).

6º. El estudio de los fenómenos de edición [editing] del ARN arroja algunos interrogantes sobre la relación determinante entre secuencias de ARN (las cuales, se supone, deberían ser meros transcritos de las secuencias codificadoras del ADN) y las proteínas o macromoléculas derivadas. En este proceso no puede decirse que la información necesaria para codificar una proteína se encuentre presente en el ADN del núcleo celular o en el ADN mitocondrial, puesto que el ARN mensajero es sometido a una serie de transformaciones durante las cuales le son añadidas o sustraídas un número a veces importante de bases, dando como resultado estructuras de lectura abiertas que pueden doblar en longitud al ARN original (13). Aunque por el momento se conocen muy poco los mecanismos y leyes que regulan el fenómeno, lo dicho basta para poner de manifiesto la existencia de un sofisticado mecanismo de control en algunos organismos vivos, capaz de inducir modificaciones en las instrucciones del propio «programa genético» (14).

7º. Por último, toda la investigación desarrollada en biología molecular durante las dos últimas décadas ha fulminado la consideración del genotipo como una estructura rígida e impuesto una concepción flexible y fluida del mismo. Barbara McClintock, con sus trabajos sobre los transposones (secuencias de ADN de gran movilidad, capaces de modificar su localización cromosómica) dejó definitivamente claro que el ADN posee cierto grado de movilidad (15). Asimismo, la gran variedad de funciones atribuidas a los genes (estructurales, modificadores, reguladores, aditivos, parálogos, ortólogos y supergenes) pone de manifiesto que la relación entre genes y rasgos fenotípicos se asemeja más bien a una red o «sistema de interrelaciones altamente complejo en el que los genes más bien parecen codificar procesos que estados» (Vicedo 1993: 54)(16). Es obligado pensar que existe un sendero que lleva de los genes a los rasgos fenotípicos asociados, por tortuoso que sea, puesto que una alteración en el genotipo puede provocar la ausencia de algunos procesos celulares, la carencia de ciertas proteínas y, en último término, la ausencia o alteración de ciertas características fenotípicas. Pero hasta el momento, en genética molecular la investigación no ha llevado mucho más allá de los primeros recodos celulares.

Conclusiones: Tanto si asumimos únicamente la versión simple (más susceptible de simplificaciones) como si tenemos en cuenta la versión compleja, estamos en condiciones de comprender mejor algunas ideas fundamentales:

1ª. Aunque espontáneamente se utiliza a menudo la expresión «genes para algo» --literatura inglesa-- o «genes de algo» --castellana-- (por ej.: «genes para/de la altura», «genes para/de la esquizofrenia»), sería más exacto hablar de influencias genéticas sobre las diferencias individuales en altura, en el comportamiento del esquizofrénico, etc. Normalmente, cuando se habla de las bases genéticas de una enfermedad estamos aludiendo a «genes asociados al cáncer de mama» o «implicados en la enfermedad de Alzheimer», por ejemplo. En cualquier caso, debe quedar claro que las evidencias disponibles hasta el momento no justifican el hablar de «genes para la conducta». Más taxativamente: no existen «genes de la conducta», como tampoco hay «genes para la belleza» ni «genes para la capacidad atlética» (Plomin 1990: 20). Los genes son estructuras químicas que sólo pueden codificar secuencias de aminoácidos, las cuales interactúan con todos los componentes celulares, orgánicos y estructurales, e indirectamente pueden afectar extremos tan complejos como la conducta; pero no hay genes para un tipo de comportamiento particular. El alcoholismo ilustra perfectamente el problema: Algunos estudios sugieren que hay factores genéticos implicados de algún modo en el alcoholismo; pero esto no significa que exista un gen que induce a su portador a consumir grandes cantidades de alcohol. Puede ocurrir que los factores genéticos influyan sobre la sensibilidad individual al alcohol, de manera que algunos necesiten beber más para «colocarse», y que por esa razón tengan una mayor propensión al alcoholismo (Plomin 1990: 21)(17). Pero la única intervención razonablemente eficaz para prevenirlo y curarlo es y seguirá siendo de tipo ambiental.

2ª. Todos los efectos de los genes sobre la variabilidad individual son indirectos, y representan los efectos acumulados de las proteínas que difieren de una persona a otra, y que interactúan a su vez con el entorno intra/extracelular. En este sentido, los genes no determinan la conducta. De lo que estamos hablando es de una conexión probabilística entre factores genéticos y diferencias de comportamiento entre individuos (Plomin 1990: 21).

3ª. Todas las enfermedades del ser humano pueden considerarse resultado de la interacción entre el genotipo peculiar de un individuo y el entorno. Pero en algunas afecciones, las alteraciones en un solo gen determinan por sí solas, sin necesidad de estímulos ambientales extraordinarios, la aparición de rasgos fenotípicos; me refiero a las enfermedades hereditarias monogénicas o de herencia mendeliana. Pues bien, incluso en estos casos, sus efectos sobre la conducta son también indirectos. En la fenilcetonuria, por ej., se produce un retraso mental grave porque el ADN de esta versión alterada del gen codifica una enzima defectuosa, incapaz de metabolizar la fenilalanina, sustancia muy común en una dieta normal. La fenilalanina se acumula y en grandes cantidades resulta dañina para el cerebro en desarrollo, provocando un retraso mental profundo. Pero una cosa son las bases genéticas de enfermedades hereditarias, indudablemente deterministas en bastantes casos, y otra muy distinta las bases genéticas de la conducta, donde entre genes y fenotipo media una tupida red de relaciones e interacciones. Si en el primer caso las mejores terapias disponibles por el momento son ambientales (una dieta baja en fenilalanina, mayores esfuerzos educativos y régimen de vida equilibrado), con más razón habría que confiar en la eficacia del ambiente, la educación y la atención continuada para corregir los problemas de conductas influidas genéticamente (Goldstein y Brown 1991: 25-37).

4ª. Se han localizado unos dos mil genes cuyas alteraciones pueden interrumpir el desarrollo normal de un individuo y ocasionar efectos en el fenotipo. Sin embargo, no se conoce un solo gen individual que dé cuenta de una porción significativa de las diferencias individuales en ningún tipo de conducta compleja. Esto no sorprende a los investigadores en genética de la conducta, puesto que sólo en el movimiento normal de una bacteria están implicados más de 40 genes, y una mutación en cualquiera de ellos puede alterar seriamente su capacidad motora. Es fácil imaginar el elevado número de genes que intervendrían hasta en las conductas más simples de un ser humano. En este contexto, poligenia significa que las variaciones normales de la conducta están influidas por muchos genes, cada uno de los cuales contribuye aportando pequeñas porciones de variabilidad a las diferencias de comportamiento entre individuos; y pleiotropía recuerda los efectos múltiples e indirectos de un mismo gen en diversos comportamientos.

5ª. El cerebro humano contiene más de 50.000 millones de neuronas, cada una capaz de establecer entre 1.000 y 10.000 conexiones (sinapsis) para intercambiar señales con las demás. En cada sinapsis hay un millón de moléculas neurotransmisoras que podrían afectar a la neurona. Esta complejidad hace muy improbable el hecho de que las diferencias entre individuos en su actividad neuronal estén significativamente determinadas por la acción de un único gen individual, o por la de unos pocos. Cualquiera de los genes implicados puede alterar el comportamiento de un individuo, pero el rango normal de variaciones en la conducta está probablemente orquestado por un sistema de muchos genes, cada uno con efectos pequeños, así como por influencias ambientales. Se heredan siguiendo los mecanismos hereditarios descubiertos por Mendel, y en su transcripción y traducción responden a las reglas de la genética molecular. Pero los efectos de las influencias poligénicas sobre las diferencias de conducta entre personas no son menos genéticos de lo que puedan serlo por la acción de un gen individual. Lo que sucede es que sus efectos son mucho más complejos e implican más dominios que el genético, como podía esperarse, dada la complejidad de la conducta en mamíferos superiores (Plomin 1990: 21-22).

6ª. Finalmente, es preciso tener en cuenta otro factor importante: la población. Cuando se habla de influencia genética en la conducta nos referimos a la asociación entre las diferencias genéticas individuales y las diferencias de comportamiento entre los individuos dentro de una población dada. Las estimaciones sobre la influencia genética no son constantes, sino estadísticas: describen a una población dada. Si la población cambia genética o ambientalmente cambian los resultados. Es obvio que la educación y los medios de comunicación pueden inducir cambios de conducta y capacidades en la población. Si tales cambios tuvieran el efecto de igualar las oportunidades educativas, las diferencias entre los individuos se harían cada vez más pequeñas. Continuarán existiendo diferencias genéticas, entre otras razones porque los flujos migratorios introducen variaciones genéticas dentro de una población. Pero la persistencia de diferencias genéticas no resta eficacia a las acciones educativas y ambientales, tendentes a reducir las diferencias entre individuos. Sucede lo contrario: consideramos modélicas aquellas intervenciones educativas (sanitarias, de protección social, etc.) que contribuyen a incrementar el rendimiento, aprendizaje, niveles de salud o autonomía dentro de una población, a pesar de las diferencias iniciales genéticas, familiares, económicas o sociales entre sus individuos (Plomin 1990: 22-25).

8. Genética, política y educación

1. Propuestas sociales coherentes con las primeras teorías hereditaristas

Pocas semanas después de la aparición del libro de Murray y Herrnstein en Estados Unidos, los republicanos consiguieron hacerse con el control del Congreso. Entre sus primeras iniciativas han propuesto un drástico recorte de las ayudas a las madres sin recursos (34.000 millones de dólares) y de la asistencia alimenticia y sanitaria a los pobres (40.000 millones), para que sean las organizaciones privadas las que se ocupen de ellos. No trato de sugerir conexiones causales entre ambos hechos, sino de ilustrar el tipo de intervenciones sociales coherentes con los planteamientos que sitúan en la biología o en la genética el origen de las diferencias sociales.

Las iniciativas sociales propuestas sucesivamente por los seguidores de la teoría hereditarista de la inteligencia han ganado en refinamiento, pero varían poco en su lógica. A finales del XIX, Galton propuso el fomento de los matrimonios tempranos entre hombres y mujeres de una clase seleccionada para mejorar las cualidades físicas y mentales de las generaciones futuras. Karl Pearson, su discípulo, abogaba en los años 20 por una intervención racional, consciente y planificada del estado en la reproducción humana, para obtener las dos categorías de individuos que harían a Inglaterra más competitiva internacionalmente: líderes intelectuales y trabajadores manuales físicamente sanos. Cuando Binet y Simon proporcionaron en 1905 el instrumento más utilizado para averiguar el nivel de desarrollo mental (las pruebas de inteligencia), Henry Goddard se dio prisa (1908) en aplicarlo a escolares. Llegó a la conclusión de que el gen para la inteligencia normal puede ser dominante, mientras que el de la debilidad mental debe ser recesivo. Desarrolló también un ambicioso programa para que los niños más capacitados se educasen en un ambiente selecto, a la altura de sus amplias posibilidades biológicas --aunque de ninguno de sus 600 alumnos hemos vuelto a tener noticias-- (Hothersall 1984: 315-316).

En 1925, Terman publicó su libro Genetic studies of genius, para demostrar dos hipótesis: [1ª] quienes tienen un CI alto llegan a posiciones de mayor responsabilidad social; y [2ª] quienes están en la cima de la jerarquía social son personas con un CI alto. En esta época la «inteligencia» explicaba prácticamente la totalidad de los comportamientos humanos, desde la delincuencia y la grosería hasta la personalidad y las emociones. Según Goddard, «todos los débiles mentales son, al menos en potencia, criminales potenciales. Que cualquier mujer débil mental es una prostituta potencial es algo que casi nadie discutiría. El sentido moral, al igual que el sentido para los negocios, el sentido social o cualquier otro proceso del pensamiento elevado, es una función de la inteligencia» (Karier 1976: 346). Eugenistas y hereditaristas daban por supuesto que quien no se adaptaba a las normas sociales es porque no tenía inteligencia suficiente. Por eso delincuentes e inmigrantes procedentes de culturas «inferiores» eran considerados en su mayoría débiles mentales. También la pertenencia a una u otra clase social estaba determinada por la inteligencia (residuo del darwinismo social), lo mismo que el éxito económico. Consideraban la sociedad capitalista meritocrática [recompensa el talento], y por eso despertaba tanto interés el estudio de la inteligencia.

El paso siguiente fue clasificar a los individuos en diferentes categorías, según su CI: profesionales independientes (más de 115), trabajadores cualificados (100-115), trabajadores respetables (70-80), indigentes y criminales (menos de 70) (Karier 1976: 350). Las aplicaciones masivas a inmigrantes de las pruebas preparadas por Goddard para detectar a los débiles mentales aumentaron las deportaciones de judíos, húngaros, italianos y rusos entre un 350% y un 570%, en 1914.

Estas y otras ideas crearon el contexto propicio para la promulgación, entre 1905 y 1936, de las leyes de esterilización obligatoria de débiles mentales en Estados Unidos y Europa, cuyo objetivo era la prevención de la idiocia y la disminución de la criminalidad. La Inmigration Rectriction Act de 1924 impidió la entrada en Estados Unidos de aproximadamente unos 6 millones de europeos del Sur, Centro y Este, considerados por los eugenistas «razas inferiores» (Gould 1981: 230 y ss.). Fue, sin duda, un mal ejemplo de colaboración entre científicos y políticos.

2. Las teorías hereditaristas desde los 60 hasta hoy

El hereditarismo pasó de moda entre 1930 y 1960 en Estados Unidos, reemplazado por el ambientalismo. Pero los partidarios de las teorías eugenésicas y hereditaristas continuaron su trabajo. Cyril Burt (1883-1971) destacó por las aplicaciones de la teoría multifactorial de la herencia a la inteligencia y otros métodos de la genética cuantitativa. Asesoró a las comisiones cuyos informes precedieron a la Butler Education Act de 1944 en el Reino Unido. Esta ley imponía un examen a los 11 años, mediante el cual eran seleccionados los alumnos que pasarían a las grammar schools (20%) para recibir una educación orientada al ingreso en la universidad (20%) y los que irían a las technical schools o a las modern schools (80%), donde eran preparados para estudios no incluidos en la educación superior. Se daba por supuesto que todos tenían aptitudes mentales parecidas y que las diferencias individuales eran irrelevantes (18).

El resurgir vigoroso del hereditarismo se produjo en 1969, cuando Arthur Jensen publicó en la Harvard Educational Review su artículo «How much can we boost IQ and scholastic achievement?». Su mérito estuvo en reunir datos ya conocidos anteriormente sobre la heredabilidad de la inteligencia (estimándola en 0,80) e interpretar a partir de ellos una amplia gama de problemas sociales acuciantes en su momento: el fracaso de la educación compensatoria, la discriminación racial, la correlación entre inteligencia y clase social, entre inteligencia y rendimiento escolar y entre inteligencia y raza. Presentó el fracaso de la educación compensatoria como la mejor prueba de los errores ambientalistas y pensaba que el rendimiento escolar no se podía mejorar gran cosa, si la inteligencia depende en un 80% de la herencia. Su alternativa: «optimizar los recursos humanos», diversificando los curricula, para que sociedad y escuelas proporcionen una gama de métodos/programas educativos tan diversos al menos como la gama de aptitudes humanas. En palabras suyas:

Diversidad, más que uniformidad de medios y fines, parece ser pues la clave para conseguir una educación que recompense a los niños con diferentes patrones de aptitud. La realidad de las diferencias individuales no tiene por qué significar aprovechamiento educativo para algunos niños y frustración y derrota para otros (Jensen 1972: 203).

La correlación entre inteligencia y clase social, tal como Jensen la entendió, implicaba que el sistema educativo no podía cumplir sus pretensiones igualitaristas porque tanto la naturaleza humana como el modo de vida actual son prácticamente inmutables, dado que la diferencia de actitudes mentales es la causa de que existan clases sociales.

El trabajo y las tesis de Jensen fueron retomadas por Richard J. Herrnstein (coautor de The Bell curve, mencionado al principio) en su artículo «IQ», publicado en 1971. Herrnstein otorga mucha importancia a la medida de la inteligencia, porque ésta tiene mucho que decir sobre una sociedad construida en torno a las desigualdades humanas. Su argumento: [1] Si las diferencias de aptitud mental se heredan, y [2] si el éxito social requiere esas aptitudes, y [3] si los ingresos y el prestigio dependen del éxito, [4] entonces el status social (que refleja los ingresos y el prestigio) estará basado en cierta medida en las diferencias hereditarias entre los individuos. Y algunos corolarios: 1º) Cuanto más ventajosas hagamos las circunstancias de la vida, con mayor seguridad se heredarán las diferencias intelectuales. 2º) Una vez suprimidos los impedimentos sociales y legales, la movilidad social se encontrará bloqueada por diferencias humanas innatas. 3º) El acceso de individuos de clases inferiores a las superiores gracias al aumento de la riqueza incrementará aún más la distancia entre las clases sociales inferiores y las superiores. 4º) El progreso tecnológico altera el mercado del CI porque es mucho más fácil sustituir los músculos del hombre por máquinas que sustituir su inteligencia. A medida que avance la tecnología, la tendencia al desempleo quizá llegue a incorporarse a los genes de la familia. Y su pronóstico: En el futuro «las clases sociales no sólo se mantendrán, sino que llegarán a consolidarse aún más sobre las diferencias innatas. A medida que crezcan la riqueza y la complejidad de la sociedad humana, irá segregándose de la masa de la humanidad un residuo de baja capacidad (intelectual y de otros tipos) que probablemente será incapaz de desempeñar las ocupaciones corrientes, que no podrá competir por el éxito y que probablemente serán hijos de padres también fracasados» (Herrnstein 1971: 60-63). Por esa época se estaba debatiendo en el Congreso una propuesta sobre recortes presupuestarios en gastos de asistencia social y educación que, finalmente, la administración Nixon consiguió sacar adelante (nótese la coincidencia).

En 1973, Hans J. Eysenck desarrolló algo más las implicaciones de la teoría hereditarista de la inteligencia para la política social. Considera que los programas de política social están condenados al fracaso si no tienen en cuenta los hechos y datos descubiertos recientemente sobre la naturaleza humana. En consecuencia, propone una organización lo más racional posible del sistema educativo, en función del sistema productivo. De este modo la formación de los profesionales que integrarán la élite social responderá a criterios objetivos sobre costes y beneficios. Las pruebas de inteligencia permitirán reconocer la diversidad de individuos que el sistema productivo necesita y decidir su orientación profesional. Así, es posible que trabajos como el de minero u otros en una cadena de montaje resulten odiosos para individuos con cierta personalidad, pero no para individuos «del gremio», que pueden incluso considerarlo ajustado a su personalidad (Eysenck 1973: 160-199). Ya en esos años algunas universidades norteamericanas habían comenzado a imponer cuotas obligatorias para el acceso de grupos habitualmente marginados a la educación superior. Al respecto, Eysenck argumentaba que «los niños nacidos de padres de clase media tienen CI más altos, en general, que los nacidos de padres de la clase trabajadora (...) y si las plazas universitarias son distribuidas sobre la base de las promesas intelectuales de los estudiantes, se sigue, necesariamente, que debe existir una mayor proporción de niños de la clase media que de la clase trabajadora que asistan a la universidad» (Eysenck y Kamin 1983: 122).

Desde los 70 hasta mediados de los 80, las propuestas hereditaristas se han decantado en esta línea de optimización de los recursos humanos. Proponen una transformación del sistema educativo (igualitarista) que permita obtener una mayor rentabilidad de la diversidad biológica respecto a talento e inteligencia, especialmente recomendable ante el aumento de la especialización y el crecimiento de la organización. Según López Cerezo y Luján, los defensores del hereditarismo consideran la sociedad un mercado libre de la capacidad cognitiva, en el que el modelo igualitarista de universidad supone un enorme derroche de dinero e ilusiones (López Cerezo y Luján López 1989: 176-182). De estos presupuestos a iniciativas en política social de corte eugenésico no hay tanta distancia (19). En julio de 1988, la Comisión para el Proyecto Genoma Europeo hizo una propuesta enormemente ambigua al Parlamento Europeo, titulada: «Medicina predictiva: el análisis del genoma humano». Su base racional descansaba en un sencillo argumento: muchas enfermedades proceden de la interacción genes-entorno; sería imposible eliminar todas las causas ambientales de la sociedad; por tanto, los individuos podrían defenderse mejor de enfermedades a las que son genéticamente vulnerables previniendo la transmisión de susceptibilidades genéticas a las próximas generaciones (diabetes, cáncer, infarto, enfermedades coronarias...). Sus redactores pensaban que esto haría a Europa más competitiva, ayudando así a disminuir la tasa de gastos en cuidados sanitarios y fortaleciendo su base científica y tecnológica.

9. Conclusión

Jensen consiguió poner de moda otra vez el hereditarismo; su artículo y el debate posterior fue la señal que esperaban los partidarios del determinismo biológico en muchas de sus versiones para dar a conocer sus trabajos. Así, el determinismo biológico encontró su mejor precursor en las teorías hereditaristas de la inteligencia, estrechamente asociadas a propuestas sociales de corte eugenésico y meritocrático, y desde los 60 la genética de la conducta constituye su prolongación natural.

Pero hemos visto también que la genética de la conducta y la etología se han distanciado enormemente de las tesis y postulados deterministas defendidos por los partidarios del carácter hereditario de la inteligencia. Más bien, estas disciplinas ha proporcionado nuevas evidencias, algunas muy recientes, sobre el papel que desempeñan los factores ambientales en el desarrollo de la inteligencia y en todo el comportamiento humano. Sin duda, la poca confirmación que sus datos iniciales han recibido de la genética molecular ha contribuido decisivamente al cambio de perspectiva. La razón está en la complejidad de los procesos y fenómenos moleculares, que obliga a descartar explicaciones de la conducta y de las capacidades cognitivas de índole determinista. Los intentos de explicación que postulan el determinismo genético de la conducta sólo tienen en cuenta una presentación simplificada de los procesos relacionados con la transcripción y expresión del material genético, así como de sus funciones y niveles de interacción. Las investigaciones en genética de la conducta han fomentado, en parte, una mayor cautela a la hora de proponer estrategias de intervención social o educativa, y han descalificado todos los intentos de atribuir a causas genéticas las diferencias cognitivas y económicas entre grupos sociales.

La discusión sobre la influencia de lo genético/hereditario en los coeficientes de inteligencia siempre ha tenido más elementos políticos que científicos. Decidir si los recursos educativos deben prestar atención especial a los niños con más bajo coeficiente de inteligencia para intentar reducir distancias sociales es una cuestión de política social, no de genética de la conducta. Esta disciplina intenta describir lo que hay, pero nada dice sobre lo que podría o lo que debería haber si se alteran tanto los factores genéticos como los ambientales en una población dada. Lo que debería haber implica valores, y con ellos entramos en el dominio de la política social. La apelación en estos casos a la genética no se hace para mostrar la ineficacia de la educación o de la atención sanitaria, que siempre son más o menos eficaces; se hace para justificar el recorte en gastos sociales que algunos responsables políticos consideran inútiles, en comparación con otros destinos más atractivos y productivos para esos fondos (subvenciones a fábricas y empresas, inversiones en infraestructuras, apoyo a la exportación, etc.). Por otro lado, aunque entre clase social e inteligencia puedan establecerse correlaciones, de aquí no se sigue lógicamente que nuestra sociedad se organiza en clases porque existen diferencias de CI entre sus miembros. Incluso si el CI fuese altamente heredable y las correlaciones entre clase social e inteligencia indiscutibles, tampoco eso implica que nuestra sociedad sea una meritocracia natural, porque había que demostrar primero la igualdad de oportunidades para todos.

Los problemas sociales presentados como efectos de causas genéticas adquieren inmediatamente el color de lo inalterable, de lo innato, contra lo que nada puede hacerse. Pero lo cierto es que cuanto más se conoce genética y ambientalmente sobre una alteración de rasgos fenotípicos (sean enfermedades, problemas de aprendizaje, coeficiente de inteligencia, etc.) tanto más probable es que puedan diseñarse estrategias racionales de intervención o prevención. De momento, sólo hemos acumulado una larga y rica experiencia en relación con las intervenciones ambientales (educativas, sanitarias, sociales), mientras que estamos dando los primeros pasos en intervenciones de tipo genético o biológico. La eficacia la justicia, la solidaridad exige seguir recurriendo a las primeras, y la prudencia la ética, la sensatez evitar las segundas.

Notas

1. El País, 20 octubre 1994: 33. El mismo diario publicó un comentario crítico al respecto el 13 de enero de 1995.

2.  Escogí este libro como obra de referencia porque Robert Plomin es, sin duda, uno de los autores más influyentes en genética de la conducta y porque sistematiza bien el desarrollo producido en esta disciplina desde sus orígenes hasta comienzos de los 90. Sus conclusiones me parecen más precisas, ajustadas y matizadas de lo habitual en este campo.

3.  En esta obra magna el autor recoge aportaciones críticas hechas a la etología y las investigaciones aparecidas desde que por primera vez expuso estas ideas con notable precisión en El hombre preprogramado (Madrid, Alianza, 1977, 3ª ed.).

4.  Para la capacidad de deletrear se propuso el efecto de un solo gen (Smith y otros 1983); pero investigaciones posteriores no han confirmado la asociación (Kimberling y otros 1985).

5.  El mismo Henderson señala que estos datos han sido corregidos a la baja (0,30 e incluso menos) por estudios y diseños experimentales posteriores.

6.  Que sea no codificante no significa que no desempeñe función alguna; simplemente la desconocemos por el momento.

7.  El uso del término gen puede inducir a confusión, porque es utilizado tanto para referirnos a alelos como para referirnos a loci.

8.  Los fenómenos de pleiotropía y poligenia fueron descubiertos en la primera década de 1900. La escuela de Morgan demostró experimentalmente que no existe una relación biunívoca entre genes y rasgos fenotípicos y sostuvo que los genes no actúan de manera aislada, sino combinando sus efectos para dar lugar, en último término, a rasgos fenotípicos (Vicedo 1993: 42-43).

9.  Esta versión «simple» es la que recoge, fundamentalmente, Robert Plomin en el trabajo mencionado (pp. 11-25). Pero, en sus conclusiones, Plomin tiene en cuenta elementos que incluyo en la versión «compleja».

10.  La autora incluye una cita significativa de M. A. Simon (1971): «Visto puramente en términos genéticos, la historia del modelo del gen desde los años veinte hasta el presente ha sido una lucha entre los defensores conservadores de los genes como unidades discretas y discontinuas y los atacantes radicales que niegan la existencia de tales objetos».

11.  Respecto a los intrones, lanzaron la hipótesis de que pudieron haber desempeñado una función evolutiva, permitiendo la recombinación entre exones de genes distintos.

12.  Algunos biólogos moleculares consideran esta enorme cantidad de ADN «basura» un residuo de la evolución, que contribuye simplemente a mantener la estructura organizada de los cromosomas (Falk) y, desde un punto de vista evolutivo, constituye una importante fuente de material genético que elevaría la frecuencia de mutaciones adaptativas en los organismos eucariotas (aquellos cuyos cromosomas se hallan en el interior del núcleo celular).

13.  El fenómeno ha sido observado en Trypanosoma brucei, Leishmania tarentolae, Cristhidia fasciculata y en otras especies de parásitos de insectos Herpetomonas, etc.. Según F. Landweber y Walter Gilbert, la edición del ARN constituye una nueva fuente de mutaciones implicadas en el cambio estructural a lo largo del tiempo evolutivo, pues se ha comprobado que las proteínas editadas acumulan mutaciones casi dos veces más rápidamente que las versiones no editadas (Landweber y Gilbert 1993: 179-182).

14.  Por razones de espacio, no puedo detenerme en mostrar los problemas asociados al uso de modelos y analogías computacionales como «algoritmo», «programa genético», «lenguaje de programación», etc., para explicar las funciones desempeñadas por el ADN. El lector hallará una reflexión precisa y minuciosa sobre el asunto en Miguel Moreno (1993: 436-440).

15.  Aunque la importancia de su trabajo encontró un reconocimiento muy tardío con el Nobel en 1983, sus investigaciones se iniciaron mucho antes (McClintock 1950: 344-355).

16.  El modelo de red ha sido utilizado también para explicar fenómenos sumamente complejos como los procesos cognitivos y neuronales.

17.  Es preciso recordar que casi todas las investigaciones publicadas en revistas importantes que aseguraban haber descubierto genes asociados al alcoholismo, la esquizofrenia, la depresión maníaca y la enfermedad de Alzheimer han sido objeto de duras críticas metodológicas y no han encontrado confirmación posterior ni siquiera por sus propios autores. No obstante, fueron aireados por los medios de comunicación como descubrimientos revolucionarios (cf. Müller-Hill 1994: 154-157).

18.  Antes de morir, Burt recibió prestigiosos galardones y fue nombrado Sir en 1946. En 1979, después de diversas publicaciones que cuestionaban sus resultados y procedimientos de investigación, se publicó una biografía encargada por su hermana donde se reconocía que Burt presentó en varias ocasiones datos ficticios o falseados e hizo mención de colaboradores inexistentes, entre otras cosas (Hearnshaw 1979).

19.  En 1988, la provincia China de Gan-su adoptó una ley eugenésica para mejorar la «calidad de la población» (según las autoridades) prohibiendo el matrimonio de los retrasados mentales, a menos que se sometieran a esterilización. Leyes semejantes se han adoptado desde entonces en otras provincias, con la aprobación del primer ministro Li-Peng. El slogan de la campaña era «Idiotas engendran idiotas». También el primer ministro de Singapur, Lee Kuan Yew, reprochó a las mujeres educadas de su país su tasa de nacimientos, alarmantemente baja, cuando se supone que ellos son los poseedores de inteligencia. Esa negativa de la élite a reproducirse estaba disminuyendo, según él, la calidad de la dotación genética del país. Desde entonces ofrece a tales élites matrículas especiales en la escuela e incentivos varios para incrementar su fecundidad. A sus hermanas menos educadas les ofrecieron los mismos incentivos para que se esterilicen voluntariamente, después del primer o segundo hijo.

 

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Fuente: www.robertexto.com

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